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De aromas y otras naturalezas...

 

Crecí en Buenos Aires, en un cuarto piso, unos 20 metros de hormigón arriba de cualquier forma de naturaleza salvaje.  Las frutas salían del supermercado y las flores del puesto de la otra cuadra. Tengo el recuerdo, tan perpetuo como mentiroso, de que mi abuela tenía siempre jazmines en un fuentón azul de porcelana inglesa.  Tiene que ser mentiroso porque sólo hay jazmines dos meses al año, pero su mágico aroma, optimista hasta límites mucho más allá de la realidad, debe de haberme convencido.  Robaba pétalos para frotarlos en mi cara, en mis sienes, en mi cuello, en mi nariz. Quería esa fragancia a toda costa.

A los ocho años me fui con mi familia a Córdoba.

Córdoba tenía unos árboles increíbles llamados

higueras que ofrecían al caminante curioso los

mismos frutos que el supermercado, pero más ricos.

También había jardines en los que las flores brotaban

de la tierra y arroyos que cantaban.

Me sentía en el país de las maravillas. Encontré una planta soberbia de flores carnosas que me enseñó respeto con sus espinas. Comprendí que los seres

que vivían en las plantas merecían mi admiración. Intenté hacerme amiga de ellos con una botella repleta de agua de arroyo, pura como las flores, que completé con los pétalos más deliciosos y coloridos. Quería hacer perfume.

La botella quedó preciosa.  Dos días más tarde estaba podrido mi perfume y en el proceso había llenado toda mi ropa de olor nauseabundo. De vuelta casa la cosa  hubiera quedado  en anécdota de no ser por mi abuela. Ella siempre tuvo la capacidad de regar las semillas del anhelo ajeno. En pocos segundos puso en mi mano alcohol y flores y me dijo "probá de nuevo".

Así, transforme en laboratorio la bañadera y comencé experimentar con todo lo que pudiera tener olor. Mi abuela guardó para mi frascos y frasquitos, restos de colonia, talcos perfumados y hierbas. Yo no era una niña demasiado sociable, vivía levitando entre espíritus y cuentos. Los aromas me dieron sustancia y un nuevo lenguaje: el que vuela por los aires.

Cuando la adolescencia me tomo de pronto, me olvidé de hacer perfumes y me dediqué a comprarlos, buscando el mismo olor a esa abuela que ya no estaba. Deseaba el aroma del jazmín en mi piel. Busqué por todos lados, pero nada. Ningún perfume conocido se le acercaba siquiera. Eran épocas de perfumes orientales exóticos y supongo que la simplicidad de las hierbas no tenía mercado. La frustración debe haber alimentado mi voluntad.

La pasión me llevo a los 19 años a Londres con un cargamento de sueños y un presupuesto de estudiante. Esa fue la primera vez que escuché la  palabra aromaterapia, que habría de cambiar mi vida.  En ese viaje también encontré el perfume tan amado, que no se llamaba perfume, era un aceite esencial.

Hoy me defino como una loca de los aromas más allá de otros títulos. Pura pasión fue lo que me llevó a acercarme al perfume de las plantas como pude, primero jugando, luego estudiando y hoy puedo decir que cada vez estoy más enamorada de ellos. 

Así, en algún lugar del  camino, la vida me sorprendió un día trabajando a tiempo completo en el inverosímil arte de curar con aromas.

 

Ana Cejas

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