
De mi. Una historia de cuento
Portando a duras penas el peso desvencijado de mi propia osamenta, toqué la puerta dos veces.
Quise tocar una tercera pero el golpe se me fue en caricia silenciosa.
Llevaba demasiados dÃas sin dormir y sin rumbo. Si hubiera tenido rumbo nunca habrÃa llegado.
Los mapas no tienen instrucciones para llegar a su casa.
Claro que la conocÃa.
La conocà hace años, puede que antes o después, porque habÃa en ella algo supratemporal. Mientras me alcanzaron las ideas fui a médicos, kinesiólogos, terapeutas de diferentes orientaciones, psiquiátras y endocrinólogos; cuando uno está mal se agarra de cuaquier cosa que le digan. Si hubiera podido escuchar mi propio corazón hubiera llegado antes, pero el corazón sólo se escucha en el silencio, en la desesperación de la oscuridad total. Si hubiera llegado antes hubiera tocado tres veces, que era mi toque personal cuando todavÃa tenÃa toques personales. Si hubiera tocado tres veces ella me hubiera reconocido, pero no…
Todo en ella era profundo , profundo, profundo, un océano completo, con las olas de sus carcajadas faciles y la inmensidad subacuática, infinta de emociones. Impredecible en cada gesto, lunar, cÃclica, espléndida y horrible, a cada segundo.
Llena de pasiones, rebosante de un entusiasmo contagioso por casi todo. Cada parte de ella, cada pliegue de su ropa, cada rincón de su casa, guardaban un cuento secreto. Secreto hasta que alguien posaba su vista "ahÃ" y ella se daba cuenta, entonces contaba a veces un relato mágico que dotaba al objeto de una entidad espiritual. Le daba alma. Alma es lo que andaba repartiendo a borbotones, alma que no entraba en su anatomÃa, alma que le hubiera pesado de no estar desparramada por tantos lugares. Alma abundante y generosa, invasiva y voluptuosa. Alma regordeta de sensorialidad, curvilinea de sensualidad, longilinea de movimiento, estanca de dolor, bailarina de Elvis.
Aún el entusiasmo por lo que no la entusiasmaba la hacÃa hervir, en ese caso, de un aburrimiento que no podÃa, ni querÃa, ocultar. Llamaba a este fenómeno alergia a la frivolidad.
Lo social, lo liviano, lo cotidiano era doloroso para ella. Lo que marcaba el lÃmite de su vida espiritual, de su poderoso vortex ascendente y descendente, el volcán intempestivo de la intensidad como forma de vida. Lo que para otro hubiera sido una rutina contenedora, la certeza simple de que un dÃa sigue a otro, de que el periodico llegará mañana, de que las cosas ocupan un lugar fÃsico visible, era insoportable en su existencia.
Todo en ella era mÃtico, la forma en que tomaba el tenedor, a veces como pidiendo disculpas a la lechuga, a veces como tridente poderoso ovillando tallarines, a veces como asesina, lista para el ataque. Goteras en el dormitorio no tenÃa nada que ver con problemas en el techo de la casa, ni con la intensidad de la lluvia, ni siquiera con la humedad de Buenos Aires. Goteras en el dormitorio querÃa decir romance intenso en puerta, seguido de hartazgo y rompimiento puntual, el dÃa de su cumpleaños. La vida era para ella un pueblo de objetos con intenciones propias al universo, que obraban y cobraban vida en metáfora como cartas del tarot. Todo tiene sentido, todo es oráculo, solÃa decir entre dos mordidas de una misma manzana.
Sabia del bosque o loca de atar, mi propia locura me llevó a su puerta. Tardó una eternidad en llegar a abrirme. Si la sorprendÃ, disimuló bien. La abracé sin respeto, agachado sobre mi mismo hundà mi cara entre sus pechos no por pequeños menos poderosos y lloré.
-Eduardo,- dijo zafándose de la invasión de mi anatomÃa -tanto tiempo-.
Me sentó en lo que llamaba el sillón de los peregrinos, una silla alta que daba al pasador de platos de la cocina. Este era el ambiente más importante de su casa inverosimil, la cocina. Me hubiera quedado ahà por siempre si no fuera porque ella me sacó rápido y me dijo que la sopa estaba a punto, que ponga la mesa.
Somos ocho, me dijo, enseñandome con dedo mandón esos muebles liliputienses entre los que ella se movÃa con soltura de ballet. Mis manos, inmensas en la vajilla multicolor, parecÃan torpes, pero no rompà nada.
La distancia que da el tiempo habÃa dibujado en mi mente una exclusividad irreal. Me gustaba idealizar un espacio de intima complicidad al que volver a mi antojo, pero la casa de esta mujer estaba, y siempre habÃa estado, repleta de gente: los propios y los prestados, los llamaba ella. Un poco celoso, hasta de sus hijos, obedecà y coloqué manteles, cucharas, platos, vasos, me servà un poco de agua y bebÃ.
Volvà muchas veces, tomé gotitas de rocÃo, me colgué bolitas de magia perfumada, aprendà los secretos de un buen compost, sembré semillas, sequé condimentos y poco a poco, muy a mi pesar, volvà a encontrar mi rumbo. Los mapas volvieron a tener sentido. Tiempo y espacio volvieron a ser lineales y un dÃa no fui más.
Me encantarÃa pensar que me extraña, pero serÃa tan inverosÃmil como el arte de curar con perfume y cuentos.
Ana Cejas