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Viajes de ida

 

 

 

Me gusta el tren.  Me gusta especialmente el sonido del tren.  Cuando alguien me pregunta si no me molesta el ruido que hace al pasar al lado de mi casa, me sonrío.  Una de las cosas que más me gusta es el vibrar intenso que se mete en mi casa sin respeto por ventanas ni paredes.  Ritmo fugitivo que me recuerda a cada rato que todo en la vida es movimiento.

 

Recuerdo los trenes de chica, cuando mi abuelo, que se lleva el podio de todos los abuelos del mundo y no acepto discusiones al respecto, me llevaba a Mendoza. ¡Mendoza!  Creo que no me hubiera animado a tal aventura con mi hijo de dos años.  Él decía que yo era su princesa.  La más bonita niña que jamás haya pisado la faz de la tierra.  Él se lo creía.  Yo también.

 

Tengo el recuerdo romanticón y místico de mi abuelo que se hace presente en cada riel y en cada piedra que rodea los rieles. ¿Sostienen los rieles y los trenes esas piedras diminutas?  Y los coches…pasar de uno a otro era para mis pies pequeños una aventura suicida.  Si cruzaba, entonces estaba a salvo, del otro lado, en otro mundo.  Mi abuelo me llevaba de la mano vagón tras vagón hasta llegar al coche comedor, donde humeaban las jarras de café y leche, con menúes delicados que degustaba o devoraba según el momento, mientras mi abuelo señalaba la delicadeza de mis modales de señorita inglesa.

 

¡Cómo lo extrañé cuando estuvo un año en Londres!  Aún con un océano de distancia, mi abuelo se aseguró de acomodar los almohadones de plumas de mi  trono.  Cuenta la leyenda que fue a la tienda más lujosa de todo el mundo: Harrod´s, que en sus vidrieras tenía diamantes que encandilaban transeúntes y escaleras de mármol brillantes como espejo.  Allí se podía almorzar faisán mientras un zapatero de dedos sabios y doble fila de anteojos ajustaba el calzado elegido a los pies del cliente con precisión milimétrica.  Para el postre, una heladería que se jactaba de tener todos los sabores de helado.  Si no lo tenían, lo preparaban a la medida de tan selecta clientela.  Allí compraban los señores y señoras más elegantes.  Mi abuelo jamás fue rico, ni cerca, pero compró en Harrod´s para mí el más exquisito vestido de terciopelo azul, con mangas largas y puño y cuello desmontable de impecable algodón blanco, bordado con flores celestes.  El paquete con el tesoro llegó a mi nombre y casi me desmayo de la emoción.  Me quedaba perfecto, porque mi abuelo había pedido a una niña de mi edad que estaba en la tienda que se lo probara.  Lo usé hasta que se me deshizo en hilachas.

 

¿Cómo hizo mi abuelo para lograr todo eso, y pedir un helado de melón mezclado con vino tinto sin saber una palabra de inglés?, no tengo idea, pero estamos hablando de un ser del todo extraordinario, y a los seres extraordinarios no se les puede pedir que se ciñan a las mismas reglas que el resto de los mortales.

 

De ese lugar, Inglaterra, que además de vestidos de terciopelo tenía reina y castillos de verdad, venían los trenes y las estaciones de tren.  Qué lindos eran los trenes, las estaciones y la torre de los Ingleses, que tampoco sabía yo bien cómo habían mandado de regalo para el Centenario…

 

En los largos viajes en tren a Mendoza mi abuelo me contaba una y otra vez las historias de su infancia, en las que su hermano mayor, Horacito, era el héroe.  Mientras él contaba, yo dejaba de preguntar cuánto falta.  ¡Cómo me malcriaba!  Los libros de psicología no dan crédito suficiente al cumplimiento incondicional de los caprichos.  No había no para su amada nieta, ni posibilidad de deseo que pudiera quedar sin cumplir.

Durante el año, los domingos por la mañana, Cachito inventaba un tren mágico para mí.  Era un tren de duendes misteriosos y bailarinas colgadas de los techos que danzaban en perfecta armonía.  Los caminos eran túneles poblados por criaturas amables que jamás tenían contacto con el sol.  Eran viajes de ensueño que nos llevaban a la Catedral y la Casa rosada.  Visitábamos la tumba de San Martín y chequeábamos que la llama de la Soberanía, la que nunca debía apagarse, nunca se apagara.

 

Mi abuelo me hacía tocar las paredes del Cabildo para que ellas también me contaran sus historias.  Luego, en secreto, un alfajor antes del almuerzo y de  vuelta al viaje mágico y a la Estación Bulnes donde, indefectiblemente, nos  esperaba nuestra amiga del mosaico.

-Buenos días, Virgencita, ¿Ya tomó el desayuno?

Y los ravioles de mi abuela, más ricos todavía por la tarde con el café con leche.

Creo que perdí la sonrisa por mucho tiempo cuando ellos creyeron que crecí y se mudaron a Mendoza.  Creo que también mi Cachito perdió la sonrisa ese día que partieron en tren desde Retiro.  Mi padre le dijo, vamos hombre, cuando se quebró.  Vamos hombre.

Mucho tiempo más tarde, ya mi abuelo, bisabuelo, ya su nieta, hecha hombre, Cachito recordaba con nostalgia sus épocas más felices.  No era su juventud, no era su vida romántica.

 

-¿Te acordás querida, de nuestros tiempos?

Los tesoros que mi abuelo llevó al lugar más especial de su corazón fueron conmigo.  Lo más importante de su vida fue la entrega por amor a su princesa. 

Aún hoy, después de Malvinas, de la conciencia social y de las Venas abieras de 

América Latina, no puedo evitar que mi corazón tenga algo hecho en Inglaterra.  

Puede que sea por eso que vivo al lado del tren.

 

Ana Cejas

Agosto de 2013 

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