top of page

La Madalena

Una vez al año, el colegio de mis niños es anfitrión de un evento: la kermesse.  Por lo general se hace en primavera, se clavan cuchillos en la tierra, se trazan cruces de sal para evitar las lluvias y se abren las puertas para ir a jugar.

Suele ser una jornada de risas, ruidos, helados y cuentos. Salen a relucir rayuelas gigantes, palos enjabonados, casitas del bosque, brujas malvadas, gitanas poderosas y monstruos aterradores. Toda una explosión de diversiones a la antigua que lleva mucho tiempo de preparación.

Por lo general participo activamente en todo, pero debo confesar que ese año estaba vaga. 

Cuando me enteré de que se iban a regalar muñecos hechos a mano, con ropa cosida y tejida a medida, a cada uno de los cientos de niños que asistirían, mi ser pragmático dio un resoplido disimulado, mezcla de admiración por la voluntad y pereza inconfesable. "¿Es que esta gente no tiene nada que hacer?". En fin, mucha de “esa gente" es mi amiga y cuando me llamaron un sábado a la mañana para vestir muñequitos por tres horas no pude decir que no. 

Así es como apagué el despertador a regañadientes, me calcé lo más cómodo que encontré en el placard y corrí al aula de segundo grado con las manos dispuestas a hacer el menor daño posible con mi deficiente motricidad fina.

Como siempre en estos casos, éramos algo de treinta mujeres atareadas, algunos niños rondando por ahí y uno prendido al pecho de su madre.

Mientras jugaba con las hebras entre los dedos y las agujas, pensaba en lo que se “teje” cuando se teje: charlas, risas, silencios, mates compartidos entre muñequitos multicolor con pelo de lana. Y parece que los relatos son semillitas en primavera en un círculo de mujeres, y una madre a mi lado comenzó su historia:

«Recuerdo ese verano en Chiloé. Habíamos ido con mis padres a recorrer el sur de Chile y tomamos el ferry hacia esa isla perdida en el tiempo, un lugar en el que las casas parecen robadas de un cuadro y todo se mezcla entre el mar y la montaña. Era sábado y las ancianas venerables se unían en feria a ofrecer el fruto de sus manos arrugadas: muñecas de trapo. Trabajaban en cooperativa, cada una daba forma y vida a su muñeca y todas las vendían y repartían los resultados, independientemente de las muñecas que se vendieran. Yo tenía permiso para elegir una, tarea nada fácil, digna de estudio profundo y observación minuciosa. Tenía que descubrir "esa" hija para adoptar. El cabello, el vestuario, los colores, el olor de cada una. Ningún detalle podía pasarse por alto. Me llevó toda la mañana y buena parte de la tarde encontrarla.

Por fin la vi, nos miramos las dos y no hubo duda, la tomé en mis brazos y se la alcancé a la vendedora, una octogenaria con bellas arrugas que dibujaban sus gestos. Ella tomó mi muñeca con destreza de abuela y dirigiéndose al otro extremo de la feria gritó:

—Felisa, ¡se va la Madalena!

Felisa se acercó y me estudió con la misma minuciosidad que yo había dedicado a las muñecas. Debo haber pasado el examen, porque luego de besar mi frente, entregó a la Madalena a mi cuidado. 

Han pasado muchos años, la Madalena ha sido mi cómplice silenciosa de travesuras, ha secado mis lágrimas, ha sufrido destierros en las tierras inalcanzables de bajo mi cama y ha perdido algún botón de su exquisito vestuario, pero cuando la abrazo siento el mismo perfume del beso de Felisa, la madre biológica de mi Madalena.»

Terminé de peinar a mi muñeco con lágrimas en los ojos. Esta mañana de madrugón de sábado fue un tesoro, una gema más para mi collar tejido en círculos de mujeres.

Ana Cejas

 

bottom of page