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Un Sendero de Flores.

Mount Vernon

en el jardín

Tumba de Bach.

 

 

Conocí las flores de la mejor manera que se puede conocerlas:  cuando las necesité.  Tendría unos catorce años cuando conocí al Dr. Leveratto, un médico maravilloso que recetaba unas gotitas que se compraban en la farmacia homeopática (no cualquiera, una buena).  Me hicieron tan bien que me puse a leer todo lo que pude encontrar sobre el tema. Los remedios florales no tienen nada de científico, son apenas gotas de agua que ha estado en contacto con flores al rayo del sol.  Son pura fuerza vibratoria.  Y funcionan.  Lo se.

Con el tiempo, las gotitas de rocío acudieron a mi rescate tantas veces que las quise compartir.  Estudié terapia floral, preparé innumerables goteros de magia que han ayudado a cientos de personas entre las que me cuento.

Mi camino con las flores es exactamente opuesto a mi camino con los aceites esenciales.  Me acerqué a ellas porque quería multiplicar el efecto que tenían en mí, compartirlo con otros.

Déjenme contarles de este hombre que soñó que el mundo podía sanar a través de las gotas del rocío.

 

Había una vez un médico llamado Edward Bach.  Tenía una práctica exitosa como homeópata y bacteriólogo en Londres allá por 1920.  Edward enfermó gravemente y los especialistas le dieron dos meses de vida. Cuenta la leyenda que se fue al campo, dejando todo atrás, con apenas lo puesto y una pequeña valija. Puedo imaginar el sendero en tren, puede imaginar la desesperación de este hombre con vocación de sanadorque no podía consigo mismo. Puedo imaginar como estaba Edward al momento de alquilar esa pequeña casa llamada Mount Vernon. 

Cuenta la leyenda que lo carcomía la ansiedad. ¿Qué pensaba en sus noches de insomnio? Tal era su angustia que la madrugada lo encontraba caminando por el campo. Las primeras luces tienen ese silencio, esa soledad, esos colores.  Parece que Edward se sintió llamado por las gotas de rocío que se formaban en unas flores silvestres.  Alma sensible y versada en tanto, vio que en a gota brillaba todo el poder de la tierra, del sol y de la flor misma. Llamado por vaya uno a saber qué fuerza, se sintió impulsado a chupar esas gotitas de elixir. Muchas madrugadas de caminata dieron origen a esta forma única de medicina que tiene tanto de poesía. Bach estudio y preparo treinta y ocho remedios florales con lo que llamo el método solar. Dados mis antecedentes, cualquier persona que se sienta impulsada a chupar flores merece de toda mi admiración.

Utilizó técnicas de medicina, homeopatía, galénica, astrología y mística en su investigación. Al concluir su trabajo quemo casi todo su material porque su propósito era que las gotas de rocío llegaron a todos, no sólo a los iniciados.  Dados mis antecedentes, cualquier persona con ese nivel de desapego merece mi admiración.

 

En julio de 2010 partí de peregrinación a Mount Vernon.  La brisa sopló linda en mi viaje. Llegué, contra toda lógica, como por un tobogán.  La emoción me embargo a llegar a esa casa pequeña, exuberante de flores silvestres, con muebles hechos a mano por el mismo Edward.

La encargada del lugar debe haber visto mis ojos llorosos porque cuando entré me dijo que se acercaba un grupo grande de gente, pero que la casa era mía mientras ella preparaba su té antes de recibirlos.  Me indicó que tocara todo lo que quisiera, que si necesitaba algo, ella estaba en la cocina.  Permanecí un tiempo indefinido flotando en sentires, caminé el jardín salvaje, plantado con sus manos, me senté en su escritorio, en el sillón de consultas, en el sillón del paciente.  Regué el jardín con lágrimas de alegría y salí levitando, en esa conciencia de que nada malo puede suceder. 

Caminé mi regreso a la parada del autobús por senderos de cuento, casitas de acuarela, flores voluptuosas y hierbas aromáticas.  De pronto me dí cuenta de que estaba perdida.  No me importó, porque ese estar perdida me llevó a una cerca de distancia de un pequeño cementerio de lápidas de granito.  Lo sentí como otro regalo.  Saqué una foto, obnubilada por la belleza sencilla del lugar y, de alguna manera, encontré el camino de regreso a la estación de tren.

 

Cuando estuve de vuelta en Buenos Aires, le mostré las fotos a mi querida amiga y maestra de flores Laura de Ancizar.  Cuando vio el cementerio me dijo sin asomo de asombro:

"Qué bueno que fuiste a la tumba de Bach también."

Se ve que mi amigo Edward me tomó la mano, porque  que ese día estuve mucho más encontrada que perdida.

 

Ana Cejas

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